sábado, 8 de marzo de 2008

ORDET (1955)

Me apuesto un pepino en rodajas a que ninguno de vosotros ha visto la película de este post (salvo que hayais venido conmigo a clase de Historia y Estética de la Comunicación, y aun así lo dudo), de modo que podría soltaros una sarta de comentarios absurdos que nadie podría contradecir. Y aunque no lo parezca éste es el gran problema de los “grandes directores desconocidos”, y por lo tanto de una enorme parte del cine que nos precede y que –paradójicamente- forma parte de nuestro soporte cultural y revolucionario: La facilidad con la que oímos hablar de ellos es inversamente proporcional al acceso que tenemos a sus películas. Por eso corren el peligro de quedar sepultadas por los comentarios snobs de cuatro críticos culturetas que con un par de etiquetas acaban por desterrarlas a país de Nunca las Verás, que cada día tiene más habitantes.


Y eso que películas que como la que nos ocupa han colaborado enormemente a mover las neuronas del espectador y al avance del lenguaje cinematográfico, y aunque no las hayamos visto directamente sus efectos sobre otros filmes más conocidos son tan evidentes que en cierto modo seguimos siendo sus espectadores.

Porque si al director de bodrios como Independence day ( Aquel profundo y nada patriótico análisis sociológico que nos decía cómo comportarnos en el probable caso de una invasión alienígena) le basta con ponerlo en el tráiler de su última peli para que legiones de espectadores acudan a verla, Dreyer pertenece a ese grupo de cineastas tocados por una maldición: los críticos se empeñan en incluirlo en las colecciones de grandes directores, y por eso muchos son los que opinan sobre él aun sin haber visto un solo fotograma de su obra. Y es que sus películas las ven cuatro pringaos, algo que en el fondo no es tan sorprendente…


Porque de entrada Ordet (La palabra en danés) reúne en sus dos horas de metraje absolutamente todos aquellos elementos por los que un espectador estándar de hoy jamás vería una película, a saber:
- Rodada en blanco y negro
- Actores desconocidos
- Ambientada prácticamente sólo en interiores.
- Ritmo pausado y contemplativo
- Diálogos densos, lenguaje metafórico, hipertextos, religiosidad abundante.
- Interpretación contenida.
- Bajo presupuesto (Obviamente)
- Ninguna escena de violencia o sexo (Lo he puesto al final para obligaros a leer lo de arriba)

Pero a veces es oro lo que no reluce.

La película narra la extraña historia de un viejo granjero danés (Morten Borger, ¿Cómo es que los de La hora chanante han dejado escapar un nombre tan suculento?) que vive con su familia en una casa de madera en un pueblo allá por 1930. El ambiente general es súper-tradicionalista: el hijo necesita el consentimiento del padre para poder casarse (por lo civil, claro) con la mujer que ama, todos son creyentes fervientes, invocan al altísimo en cada pequeño gesto cotidiano hasta el punto de que uno ya no sabe si está en misa o es que el reparto lo forman monaguillos frustrados. Y es que aunque Dreyer aborde continuamente asuntos como la fe y las dudas existenciales (Y los caminos que conducen a la hipocresía y el fariseísmo), lo hace de una forma tan explícita que acabamos por ver algo más allá: un extraño misticismo, algo inexplicable, inasible, pero que está ahí siempre, y os prometo que nunca había sentido algo así al ver una película.

Tal vez el secreto esté en las increíbles actuaciones y el modo de rodar: Ves al viejo granjero soltar un Speech sobre la fe mientras su hija le sirve café y el hijo mayor se rasca la oreja (por decir algo) y te das cuenta entonces de que el bueno de Dreyer lleva más de diez minutos sin hacer un solo corte, que probablemente se haya ido a tomar un café con todo el equipo de dirección y que es la vida, la mismísima naturaleza sin colorantes la que ha tomado las riendas del encuadre. Como en Ozu y sus conocidos Cuentos de Tokio, cada cosa, cada pequeño detalle, está ahí por alguna razón; y esto es precisamente lo que acaba por descolocarnos: Dreyer nos sitúa sutilmente entre la cámara y el actor, en un sitio vetado hasta ahora para el público: nos muestra la vida cotidiana del pueblo nórdico tal cual debió ser, y sin embargo asistimos a un momento de profunda revelación, como si algo extraordinario fuera a suceder (y de hecho sucede). Inexplicablemente acabé sintiendo una profunda admiración por ese viejo (que si viviera hoy votaría por lo menos al partido Carlista), hice míos sus problemas, incluso estuve a punto de ponerme una túnica, dejarme crecer la barba e irme al monte a predicar. Pocas películas ejercieron sobre mí tal efecto, os lo aseguro.


Mención aparte merece el segundo de sus hijos, Johannes, estudiante de teología al que debió explotarle una mina antipersonal en la oreja porque es uno de los personajes más grillados de la historia del cine, un iluminado pedante como pocos que sin embargo ejerce un efecto hipnótico sobre el espectador, con su extraño misticismo que acabará por tornarse en un elemento clave para la resolución de la historia. Johannes es un inadaptado que acaba por imponer sus leyes a las del mundo. Sólo Dreyer ha tenido el valor de hacer esto, y por eso el final de la película es tan intrigante, tan subversivo. Atentos a esta escena en la que al viejo acaban por saltársele las tuercas:




Lectores del blog, qué gran película. Qué maravillosa experiencia ver lo que un autor tan alejado de los tentáculos de Hollywood es capaz de hacer, cuando el genio aflora y las imposiciones se evaporan. Porque la cámara de Dreyer, desnuda, ascética, habla con más sinceridad que muchos de los travellings, grúas, efectos especiales y demás artimañas con los que se embadurnan esas películas que sí que tienen algo que ocultar, algo de lo que avergonzarse. Por eso, porque las sustentan paupérrimos guiones o las dirigen incompetentes más empeñados en satisfacer al estudio que a sus propios principios, los operadores de cámara de estos últimos están desorientados, no saben dónde mirar, se pierden en la algarabía de tanto despilfarro. En cambio con Dreyer la cámara apunta directamente a aquello que tiene sentido, que merece la pena ser mostrado: un único ojo poderoso, omnipresente, silencioso. Dreyer pone todas sus cartas boca arriba sobre la mesa, cambiando así las reglas del juego, mostrando lo que no debe mostrarse y haciendo posible lo imposible: la resurrección de los muertos, la presencia de lo innombrable. Y es que a veces la revolución se produce dentro de las personas y no ahí fuera, en los libros de historia, pero igualmente tiene efectos devastadores.
Demos una oportunidad a Ordet.

Gracias a todos los que posteais en mi blog.
Plop.

Mi calificación: 9

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