domingo, 23 de marzo de 2008

LA SOLEDAD (2007)

En muchas ocasiones he oído a la gente arremeter contra el cine español. Y si hay un denominador común extraíble de las quejas más frecuentes tal vez sería el de su excesivo distanciamiento del espectador medio, con propuestas marginales que sólo pueden satisfacer a unos pocos “privilegiados”. Y no hablemos ya de cuando el spanish cinema trata de “acercarse” al público, porque es entonces cuando aparecen sus bodrios más cutres y avergonzantes dirigidos más a la cartera que al coeficiente: comedietas rancias y dramones insufribles que sólo gustan a los que van al cine para no ver cine.

Es evidente que los tópicos deben ser mirados con desconfianza, pero tampoco podemos dejar de preguntarnos por su origen. Porque alguno tendrán, digo yo. Y aunque no es momento de realizar un profundo análisis sobre la situación actual del cine español (a rebufo del europeo), siempre viene bien tener en cuenta que el cine que se produce en una determinada área cultural no deja de ser a su vez consecuencia de un contexto mayor, que en nuestro caso amenaza con fagocitarlo, desposeyéndolo de su identidad y desviándolo de su camino (si es que lo tenía). Películas como Alatriste, Los otros o la más reciente El orfanato han sido aplaudidas (más por los espectadores que por los críticos) por su voluntad de ofrecer un cine de entretenimiento y de calidad, aunque ello haya supuesto adoptar los métodos del cine americano, espejo en el que tarde o temprano acabarán por mirarse los que se cansen de ser alternativos.




En esta ocasión debo reconocer que fue mi madre la que prácticamente me obligó a ver esta película, que si por mí fuera habría preferido dejarla para mañana, y mañana para pasado. Supongo que ya sabréis que La soledad fue ganadora de tres Goya (incluída mejor película y mejor director), por lo que se supone que representa el máximo exponente de lo que la cinematografía nacional ha parido en el pasado año 2007, al menos para la crítica (esos hombres barbudos y viejunos que hibernan bajo las piedras con un DVD y la enciclopedia del cine mundial). Así que antes de que nadie se lleve a engaño, advierto de que el film es ante todo un ejercicio de autor donde sólo por accidente hay unos individuos llamados espectadores/daños colaterales que si eso tal vez vayan al cine y la vean.

Seamos sinceros: la película es realista, innovadora, diferente: un tostón. Decir aburrida es quedarse corto, ciertamente, aunque viendo lo que hoy día algunos entienden por “entretenido”, tal vez en realidad esto sea un cúmulo de risas sin fin. Aquí os dejo el trepidante trailer.





Pero no quiero ser injusto: Si hay algo que la soledad sepa reflejar en nuestras maltratadas retinas sin aditivo alguno es la realidad cotidiana, el día a día de cualquiera de nosotros cuando cogemos el autobús, vamos al médico o hacemos la compra. Y esta indudable (y envidiable) virtud es llevada a tal extremo que el espectador puede incluso dudar de si no es un agujero en la pared de su salón lo que está mirando atontado. Es por tanto obligado reconocer el talento con el que Jaime Rosales dirige a sus actrices, desconocidas en su mayoría, hasta el punto de que éstas parecen olvidarse de la cámara, y acaban comportándose con una naturalidad pasmosa. Como la vida misma: sin colorantes ni edulcorantes. Pero el problema, en mi opinión, es qué hacer con esa “realidad capturada”, porque una alternativa tal vez habría sido el proponer una historia más atrayente, dar más fuerza a los conflictos, aunque claro, eso habría supuesto renunciar a ese logro tan codiciado.

Pero el director ha llevado la película al extremo opuesto, y en consecuencia asistimos anestesiados al espectáculo sin igual de una mujer tendiendo la ropa durante diez minutos, a otra que juega con su niño en el parque (¡cinco minutos empujando el columpio!), o a fascinantes planos vacíos que nos muestran una bombona de butano mientras la acción discurre en otras habitaciones de la casa y las voces de los personajes nos llegan lejanas, distorsionadas, excluyendo al espectador y condenándole a admirar el genio y personalidad del autor. Porque en esta película su figura es omnipresente y omnipotente, y con mano divina parte en dos la pantalla en cada fotograma, provocando en el espectador un supuesto estado de desconcierto y descoloque que acaba por convertirse en puro aburrimiento. Y es que aunque la idea de mostrar los hechos desde dos puntos de vista simultáneos es buena (aunque no tan novedosa como podría parecer), al sacarle tan poco partido (salvo en momentos muy puntuales) ésta acaba por volverse contra el propio film, de forma que cada vez que ve la pantalla partida el espectador se prepara resignado para diez minutos de tostón, y sin cortes de publicidad.



Y digo yo: ¿Qué interés puede tener ir al cine para ver lo que ya vemos cuando estamos fuera de él? Pregunta ingenua, parece, pero no lo es en absoluto. Esquivarla supone esquivar una de las máximas del séptimo arte: su innata voluntad de evadir, precisamente separándonos del mundo real que tan bien conocemos. ¿Acaso alguien pagaría por entrar a un estadio a ver un partido de fútbol, sabiendo que le van a poner una pantalla gigante y que el partido se juega a quinientos kilómetros?

Sé que algunos me tacharán de cerrado y conservador. Pero como seguro que ninguno de ellos habrá hecho el esfuerzo de ver esta película (tal vez ni siquiera sabía que existía), no me preocupa.

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