
Para ello, hoy os propongo un interesante ejercicio cinematográfico, pocas veces realizado con la debida profundidad: enfrentar cara a cara, una contra otra, dos obras basadas en el mismo guión, de Anthony Shaffer, pero pertenecientes a dos épocas completamente distintas. La primera de ellas, la huella del director Norteamericano de origen alemán Joseph L. Mankiewicz (uno de los más oscarizados de la historia) tuvo un gran éxito de público y crítica. La segunda, homónima, del británico Kenneth Brannagh, trata de reinventar los méritos de la primera, en un contexto actual, aunque tomando como referente -al menos así lo afirmaban sus responsables- el libreto original y no el film de 1972. Esta segunda versión (No se trata en teoría de un remake, aunque por mucho que Jude Law y sus amigos se empeñen en negarlo, las similitudes entre ambos filmes son bastante evicentes.) fue literalmente pulverizada por la crítica y el público, tachándola de pretenciosa por intentar siquiera imitar a la masterpiece (intocable) de Mankiewicz. En mi opínión una clara injusticia, pues la película de Brannagh, del 2007, sabe encontrar su estilo propio y plantear otro tipo de narración, en parte gracias al más que acertado guión del ganador del Nobel de literatura Harold Pinter.
Por supuesto, antes de seguir leyendo sería recomendable que el lector viera ambas películas (si no lo ha hecho ya). Obviamente no lo vais a hacer, así que aunque sea os pongo los trailers, en los que se observan algunos de los aspectos que luego se mencionarán.
La huella, de J.L. Mankiewicz (1972)
La huella, de Kenneth Branagh, 2007
Tal vez por eso ambos personajes (Andrew Wyke y Milo Tindle) ejercen (o ejercieron) profesiones exóticas, intelectuales o cuando menos sugerentes: uno es actor, el otro escritor, siendo muy significativo el que ambos se encuentren también en puntos opuestos en sus carreras: uno saborea las mieles del éxito y la fama, el otro es un fracasado, un actor de segunda al que aún no le ha llegado su gran oportunidad. Y ese contraste (evidentemente explotado por el guión) es sin embargo más artificial que real, pues si algo mantienen en común estos dos narcisistas (como se percibe en su duelo de egos) es su ambición y mentalidad ganadora, además de su enorme ingenio, que incita a pensar que si están así las cosas es poco menos que por casualidad de la vida.
Otro aspecto destacado en la huella, que atañe directamente a los personajes, son los diálogos: giros enrevesados, tergiversadores, ambiguos, irónicos, peligrosamente superficiales. Parten desde una posición escéptica, casi nihilista de ambos personajes, que parece responder a su “estado emocional base”. Bajo las banales conversaciones (a veces demasiado largas), uno intuye en todo momento que hay una especie de “diálogo submarino”, que subyace a lo que oímos, pero que lo impregna todo. No es casualidad que hasta mucho después de que Tindle entre por la puerta no sepamos la verdadera razón de su visita (aunque en la versión de Brannagh este intervalo se acorta drásticamente), por lo que la historia tarda mucho en arrancar, regocijándose en el juego de intelectos y metáforas que proponen los diálogos. En este sentido, el espectador es continuo objeto de ironías dramáticas (es el único que ignora el verdadero objeto de la visita de Tindle), lo que le condena a marchar siempre por detrás de las intenciones de los personajes, viéndose así a merced de los continuos giros argumentales (bien planeados, eso sí), lo que acaba por menguar su impacto dramático.


En el film de Mankiewicz la mansión, compuesta por rocambolescas habitaciones pobladas por marionetas de todo tipo, no hace sino acentuar el misterioso carácter de los acontecimientos que están teniendo lugar. Esto queda aún más patente en el modo de realización, intercalando primeros planos de estas marionetas, o movimientos de cámara que “divagan” entre distintos puntos del escenario, a veces reemplazando los contraplanos de los personajes.
En la película de Brannagh lo que antes era fastuoso y excéntrico queda, en contraposición, reducido a un minimalismo funcional característico de la arquitectura más chic contemporánea: un entorno más colorido, más impersonal y frío (el mismo Wyke reconoce que es su mujer la que le decora la casa, mientras en la primera versión las marionetas representan prácticamente un alter ego de su retorcido coleccionista.)
En cuanto a las omnipresentes cámaras que Brannagh introduce por doquier ( y en las que por cierto se hace patente como una bofetada la mano del director, una intrusión un tanto innecesaria), responden probablemente a un añadido que busca enfatizar la sensación de que “todo está siendo controlado”, aunque finalmente queden en un mero papel estético o metafórico, pues no tienen ninguna incidencia dramática real.
